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Literatura en el blog

1/19/2006

La salida del sótano

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Por Javier Calvo

(El texto es algo largo, pero vale mucho la pena)

1. Pasarse al enemigo

En septiembre de 2000, y después de un verano entero jurando que no iba a fichar por el Real Madrid, el futbolista internacional portugués Luis Figo protagonizó el que en mi ciudad se considera todavía hoy el paradigma de la alta traición. El epítome del Execrable Acto De Pasarse Al Enemigo. Peor que la rendición. Peor que la simple deserción. A cambio de unos cincuenta y seis millones de euros. La historia es perfectamente conocida. Con sus consecuencias perfectamente conocidas. Una anécdota ya clásica del weltanschauung barcelonista. Los cánticos y eslóganes barcelonistas sobre el episodio ya son cánticos y eslóganes clásicos. Cinco años antes, el cineasta holandés Paul Verhoeven, doctor en física y matemáticas y auteur européen de películas como El cuarto hombre y Delicias turcas, ganadora del ternero de oro (sic) a la mejor película holandesa de todos los tiempos, estrenaba su drama sobre la industria del sexo Showgirls. El episodio también se ha convertido en un epítome. Si no de la alta traición, por lo menos de una vieja historia mefistofélica. La historia del director europeo corrompido por el dinero de la decadente Hollywood. La historia, nuevamente, es ampliamente conocida. Diez años después, Showgirls se ha convertido en un raro fenómeno de culto. Un caso unánimemente reconocido de película fracasada que es buena de tan imposiblemente mala que es. Una película para ver con amigos y latas de cerveza y flipar en colores. ¿Pero cuántos casos de alta traición hay realmente en los dos párrafos anteriores? La respuesta depende de si consideramos que el segundo caso relatado también es una historia bélica. Que existe una guerra entre las películas imposiblemente malas de la Babilonia americana y alguna clase de resistance a las mismas. Pero claro, dice el crítico cultural desde su columna de la prensa: claro que el mundo de la cultura es una ciudad en guerra. Y de acuerdo con los partes del frente, los buenos están perdiendo. Los buenos, esa caterva de creadores y críticos honestos, han quedado reducidos a un puñado de supervivientes maltrechos y atrincherados en sótanos. Mientras más arriba la población zombificada mira sus televisores. Esta, por lo menos, es la versión oficial de lo que está pasando. Aunque el hecho de que esta versión recuerde poderosamente al argumento de una película de Hollywood debería probablemente ponernos sobre aviso de que se trata de una película. Y tal vez de una película imposiblemente mala.

2. Gritarle al televisor

Parafraseando la vieja canción, la verdadera guerra parece librarse entre la gente que dice que hay una guerra y la gente que dice que no la hay. Para los partidarios de la guerra, abrumadoramente miembros de la izquierda ilustrada, la televisión ha sido tradicionalmente el enemigo de la cultura. El nuevo opio del pueblo. Sus intentos de redimir a la caja tonta y llevarla al bando de los buenos han sido siempre hilarantes: su idea de televisión cultural, de usar «bien» la tele, suele consistir en poner a un escritor en un plató y hacerle entrevistar a otros escritores. Lo cual viene a ser como intentar desmantelar un ejército contratando a cien expertos en botánica y poniéndolos a dar conferencias de asistencia voluntaria en la retaguardia. De hecho, y aquí no hay ninguna paradoja, criticar el papel de la televisión en nuestra cultura es una operación que se parece mucho a gritarle al televisor. Para explicar el recelo tradicional de la izquierda ilustrada hacia la televisión podemos postular una Guerra Universal de los Formatos. Que sería una historia de la humanidad contada a partir de los momentos históricos de colisión entre los sucesivos formatos de almacenamiento y transmisión de información. La Guerra Universal de los Formatos empezó en alguna caverna paleolítica cuando un pintor rupestre consagrado descubrió que un grupo de pintores de la nueva generación se había pasado exitosamente a la pintura sobre tablillas y ordenó que les expulsaran de la cueva comunal y les cortaran los genitales. Y continúa en el presente, cuando vamos a nuestro videoclub y descubrimos la aparición de una nueva sección de películas en formato MP4 para consolas portátiles al lado de nuestros queridos DVDs y sentimos una punzada de odio inexplicable. Nunca es fácil vivir un momento de colisión entre formatos. Hay angustia y hay trauma colectivo. El mismo trauma que sentimos al final de El señor de los anillos cuando todos los elfos se meten en un barco y se alejan hacia el sol poniente porque en el mundo ya no hay lugar para ellos. A principios del siglo XXI, en este momento architraumático en que vemos cómo los libros y la literatura parecen a punto de despedirse para siempre de este mundo, ese formato antiguo y bonito y elegante como los elfos, no es de extrañar que haya tanto pathos trágico y tanta fatwa contra la cultura visual conquistadora. La mecánica de la colisión es decepcionantemente idéntica a la mecánica de todas las colisiones anteriores. Y como es habitual, el fragor del berrinche no nos deja percibir la futilidad de nuestro berrinche. Después de todo, uno no deja de gritarle al televisor porque el televisor no pueda oír. Ya narremos el final de la literatura por escrito o lo narremos desde un plató de televisión, el resultado es el mismo: somos peones inconscientes en la cadena histórica de los formatos de la narración. Al principio había tipos contando patrañas en los bares a cambio de comida y vino. Luego tipos que escribían libros y se los entregaban a su editor. Hoy en día, cuando queremos contar una historia, contratamos actores y la filmamos. Ese es el formato de narración que ha conquistado nuestra cultura. Puede que las narraciones se hayan vuelto cada vez más nítidas. Que cada vez estén más cerca de materializarse ante nuestros ojos. Pero el impulso narrador es el mismo. El esquema mental no se ha movido ni un milímetro. El mismo impulso vagamente narcisista y siniestramente seductor. ¿Qué haremos cuando llegue el Momento de la Extinción Final? ¿Cuando el apocalipsis de la literatura sobrevuele nuestras calles como aquellas naves espaciales vagamente parecidas a cruasanes de La guerra de los mundos? ¿Ir por la calle con un crucifijo en alto gritándole a la gente que se arrepienta? ¿Refugiarnos en las iglesias con el resto de los pusilánimes? ¿O bien encerrarnos en el sótano con la escopeta cargada y los ojos desencajados, estilo survivalist, y esperar a que lleguen para «darles su merecido»? ¿Existe siquiera la posibilidad de pasarse al enemigo cuando el enemigo es una máquina perversa de rayos catódicos? Como en La piel fría de Albert Sánchez Piñol, uno no sabe muy bien si seguir disparando al enemigo o bien tirar el arma y correr a abrazarlo. Si realmente hay una guerra, ¿no será una guerra en la cual todo el mundo anhela secretamente pasarse al enemigo? ¿Y no será precisamente ese anhelo el motivo secreto de la guerra?

3. Odiar al público

Solo en el paisaje de después de la batalla, después de que el público se haya marchado en masse a otra parte, el escritor se hace la eterna pregunta. ¿Y ahora qué? Contemplando el equivalente contemporáneo de su calavera de Yorick. «Seguir escribiendo como si no existiera la televisión», en palabras de Ray Loriga, parece ser la opción abrumadoramente mayoritaria. Darle la espalda al mundo. Manifestar un odio cerval hacia la televisión cada vez que uno tiene la suerte de que lo entrevisten en televisión. Y amar la televisión en secreto. Con fascinación mórbida. A oscuras. Cuando no hay nadie alrededor. Como a una amante amputada. Con una mezcla de vergüenza y de culpa y de fascinación simple y pura. En España. En el país donde hace solamente una década que Rafael Sánchez Ferlosio resumió en su artículo «Nadie puede con la bicha» el odio de la intelectualidad despechada hacia los hábitos de una población que simplemente no estaba interesada en su odio. El odio al público. Un fenómeno históricamente reciente entre los creadores. Que habría dejado estupefacto a Charles Dickens. O a William Shakespeare, Presidente Vitalicio del Canon Occidental. Odiar al público. Ciertamente una paradoja, pero una paradoja crucial para entender la escena literaria que nos rodea. Se odia al público porque el público se ha marchado. La gran mayoría de los discursos críticos en España se basa en la idea de que el público es estúpido. Un niño estúpido que solamente quiere divertirse. Imposible de controlar. Ya no digamos de retener. Y la gran mayoría de los críticos son escritores de literatura obligados por el desinterés del público a trabajar en las editoriales o en los suplementos literarios. Todos con su respectivo Sánchez Ferlosio Interior. Con su burbuja de odio. Un odio que ni siquiera es correspondido. Un odio que solamente encuentra silencio. Desinterés. No hay cartas de los lectores al director del periódico. Es como gritarle al televisor. No hay descenso vengativo de las ventas de los libros de uno. No hay aumento contrito de las ventas. No hay nada. ¿Pero a qué estamos gritando cuando le gritamos al televisor? La televisión parece ser, en esencia, arte popular. Una mezcla extremadamente amable y complaciente de cabaret, folletín, espectáculo circense y pregón de noticias. Nada nuevo, ciertamente, salvo en lo relativo al formato. Un formato ciertamente victorioso en la Guerra Universal de los Formatos. Pero si bien no es nada nuevo, por la misma razón no se lo puede tratar como a un invasor. Porque el arte popular ha existido siempre. Veneramos el arte popular de otras épocas. Desde la escena antes descrita de las cavernas. Pasando por el bardo de la taberna. Por el folletinista en su buhardilla. Con su amabilidad y su complacencia. Ese arte popular y populista que avanza incólume por el túnel sin luz al final que es la Historia Universal de los Formatos. Sin justificarse. Sin responder a sus críticos. ¿Para qué iban a hacerlo? Si alguien necesita justificarse es la literatura elitista: no tanto un invasor como un parásito de aparición reciente. Que refuta por sistema los hábitos de la población. Que odia al público. Que apareció a finales del siglo xix con el modernismo y su crítica de la razón capitalista y se desarrolló a lo largo de la siguiente centuria en escuelas de pensamiento como la crítica cultural de Francfort y el movimiento academicista de los años setenta que se bautizó a sí mismo como posmodernismo. No invadiendo la Tierra como naves en forma de cruasán, sino sobreviviendo en sótanos con sus escopetas de doble cañón. Estilo survivalist. Vendiendo dos mil ejemplares de cada uno de sus libros sesudos. Vilipendiando el matrimonio que constituyen el impulso siniestramente seductor del artista popular y el placer no culpable del público.

4. Contaminar las aguas

Imaginemos ahora a un tipo distinto de escritor contemporáneo. A ese proverbial escritor genuinamente contemporáneo criado con la televisión que ha asimilado los secretos y las lecciones del mundo audiovisual y es capaz de incorporar esos materiales a su ficción y regurgitarlos de vuelta al mundo. Lo contrario de un individuo que se encierra en su sótano con sus latas de comida en conserva. Alguien sin duda culpable de Pasarse al Enemigo a los ojos de cualquiera que tenga un Sánchez Ferlosio Interior. Alguien que viene de fuera a contaminar las aguas de aquí. Las aguas de la límpida tradición literaria. En el mundo anglosajón, del que esta antología saca sus textos, hay que remontarse a la década de 1950 para encontrar un rechazo al mundo de la televisión tan rotundo por parte de la comunidad de escritores de ficción como el que todavía se da en España. Una década en que el modelo de escritor todavía era el dandy orgullosamente anticuado y escrupulosamente severo a la T.S. Eliot. Es una vez pasada esa década cuando la comunidad literaria parece darse cuenta de que la contaminación es necesaria. La polinización cruzada. Después de todo, la única forma en que una tradición artística puede avanzar y eludir el estancamiento es mediante la hibridación y el diálogo con lo que hay fuera de ella. Sean las literaturas foráneas o el cine o la televisión o las artes visuales o la música pop. En Estados Unidos, el país de donde procede la gran mayoría de los relatos de este libro, esta es hoy en día una idea establecida. Es decir, ya no cuestionada ni siquiera en aquellos medios más elitistas y potencialmente reacios a la hibridación con otros formatos de narración. Del mismo modo, nadie parece cuestionar que productos televisivos mayores de las útimas décadas como Twin Peaks, Los Simpson o Los Soprano van a pasar a los libros de texto como algunas de las narraciones de ficción más importantes de su época. ¿Pero qué significa exactamente, en la obra de un escritor, eso de asimilar las lecciones del mundo audiovisual? ¿De hibridarse con la televisión? El academicismo posmodernista de los años setenta fracasó en sus diversos intentos de adoptar «técnicas» y recursos de la retórica televisiva en sus obras literarias. Se estrelló contra los límites de la misma escritura. Aunque es probable que ese fracaso fuera de utilidad para autores coetáneos y posteriores. La representación del fenómeno televisivo en sí es una estrategia posible, aunque no necesariamente común. La gran mayoría de los narradores interesados en la televisión parecen obedecer al precepto de ampliar la representación para abarcar los cambios de la realidad representada. Que incluyen aspectos tan dispares como los mecanismos de representación televisiva de la realidad, el papel del individuo como consumidor de imágenes, las transformaciones del yo en su interacción con la televisión o el papel del periodista en los cambios políticos. Todo esto puede hacerse desde la anticipación y la especulación, como puede verse en los relatos de J.G. Ballard o Ray Bradbury o del ausente Philip K. Dick. O desde el otro extremo, el realismo suburbano de John Cheever. Un caso paradigmático es Don Delillo, que ha trabajado desde la creación de un idioma representacional para los aspectos específicamente nuevos de la historia americana reciente. Como es obvio, escribir sobre la televisión no va a detener la Guerra Universal de los Formatos ni va a disipar las negras perspectivas que parecen cernirse sobre la literatura tal como la conocemos en el nuevo siglo. Sí puede, en cambio, conectar el acto literario a la cultura en cuyo seno existe, en lugar de relegarlo a los sótanos de una lógica de resistencia. De una cultura de minorías y de confrontación con el público general. Además de devolver a una forma como la novela su razón de ser más genuina: la representación de a realidad. El diálogo con esa realidad cambiante. En ese salir del sótano y abrazar al alienígena reside la esencia comunicativa que soporta los cimientos del acto narrativo. En esa contaminación de las aguas y en ese pasarse al enemigo. En ese dejar de escribir «como si no existiera la televisión».