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Literatura en el blog

3/23/2006

El Poeta

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Jaime Sabines nació el 25 de marzo de 1926 y murió el 19 de marzo de 1999. Es decir, en estos días, al mismo tiempo que celebramos su nacimiento, rememoramos su deceso.

Esta crónica entrevista la publiqué en la revista Voces de Teléfonos de México, exactamente un año antes de la muerte del poeta. Una versión reducida apareció en el entonces semanario etcétera, en un número especial dedicado a Sabines un mes antes de su muerte.

Jaime Sabines: “Con la poesía, el hombre crece, se limpia, se hace mejor”

Por Guillermo Vega Zaragoza


La poesía llegó a tiempo a la cita con los telefonistas, que el 21 de marzo colmaron el Teatro Ferrocarrilero para acudir al recital de uno de los más grandes poetas vivos de México y, sin duda alguna, el más popular. ¿Quién que no se ha sentido tocado por la poesía de Jaime Sabines? Desde una hora antes empezaron a llegar los asistentes a las afueras del teatro para asegurar su lugar en lo que, ya desde entonces lo sabían, sería una velada inolvidable.

Un poco después, en silla de ruedas, llegó el maestro Sabines, acompañado por su fiel asistente Benito, quien lo ayudó a subir por las empinadas escaleras de la parte trasera del teatro. Como ya se sabe, Sabines se tiene que valer del bastón como resultado de las innumerables operaciones a que se ha visto sometido como consecuencia de una caída hace ya casi nueve años.

Y ahí estaba el poeta, saludando a los tramoyistas del teatro, quienes veían un partido de futbol por televisión. Sabines le comenta a Benito: “Mira, es el que estabas viendo”. Entonces le pedimos la entrevista. Nos observa con la mirada que le valió ser conocido como “El Zarco Sabines”. “Pero van a ser nada más dos o tres preguntas, ¿no?” Para aislarnos del bullicio futbolero y de los preparativos del recital, nos dirigimos al escenario. El telón todavía estaba abajo. Apenas una mesa, flanqueada por dos discretos floreros. Un vaso, una botella de agua y un micrófono. “¿No está conectado todavía, verdad?”, dice el poeta mientras lo confirma con unos golpecitos al micrófono.

La obra del autor de “Los amorosos”, “La luna”, “Tía Chofi” y cientos de poemas más, se ha recopilado en su libro Recuento de poemas 1950-1993, con base en el cual se ha realizado la selección Recogiendo poemas, con prólogo de Carlos Monsiváis, publicado por Teléfonos de México y Ediciones Zarebska, con un tiraje de 500 mil ejemplares (quizá el mayor tiraje que de libro de poemas alguno se haya realizado en México). Esta obra incluye un nuevo poema titulado “¿Qué busco?”, escrito especialmente por Sabines para la edición. Esta colección exclusiva para TELMEX es un regalo para los Clientes de la Empresa y para los telefonistas que se han destacado por sus años de servicio.

Con la advertencia de que deben ser pocas preguntas, mientras se comienza a escuchar el murmullo del público que entra a la sala, vamos directo al grano:

- En este momento, haciendo un balance entre lo malo y lo bueno que le ha pasado últimamente, ¿le sigue gustando Dios? (Tal parece que el poeta no esperaba una pregunta de este tipo para iniciar la entrevista. Sonríe, carraspea un poco, como para dar tiempo a encontrar la respuesta adecuada)

Esa es una pregunta bastante difícil, porque Dios nunca me ha gustado ni me ha disgustado. En realidad creo que la pregunta debería ser si sigo creyendo o no en Dios. Yo no tengo un Dios antropomórfico. Yo escribí un poema sobre Dios hace dos o tres años, como para decirle a la gente: “Miren, este es mi Dios actual”. Es un Dios barato, que se concibe, que quiero hacerle entender a la gente cómo es ese Dios. Entonces necesito hacer un Dios de la forma del hombre, con los problemas y los percances que le pasan al hombre. Obviamente no es ése mi concepto verdadero de Dios. Mi concepto verdadero de Dios es mucho más profundo. Dios no es antropomórfico, no es ni siquiera un hombre, no tiene una imagen, no tiene una semejanza, es un absoluto total en el que uno se pierde definitivamente. Entonces para hablar de Dios hemos hecho esa imagen del Dios un poco torero, un poco elegante.

¿Entonces el Diablo y usted se siguen entendiendo o no?

(Vuelve a reír) Desde luego. El Diablo es un gran amigo nuestro, con el que nos entendemos todos los días, pero tampoco es esa esencia del Diablo como si fuera una cosa atroz o abominable. El Diablo es una bella persona con la que uno puede platicar cotidianamente.

¿Hay alguna relación entre ser buen poeta y ser buena persona? ¿La poesía nos hace mejores? ¿La poesía es capaz de mejorar a las personas?

Yo creo que sí. Fundamentalmente si uno toma en serio la poesía, debe de ser un momento en que el hombre se supera a sí mismo. El momento poético es un momento de lucidez tremenda, en que el hombre crece, se entrega a los demás de un manera total y uniforme. Yo sí creo que el momento poético es un momento de servicio para el hombre, para los demás, desde luego, por lo que uno escribe, pero fundamentalmente el hombre crece, se limpia, se hace mejor.

Si tuviera que describir el material con el que hace su poesía ¿cuál sería?

Acero, pan, la harina, el lodo, la rosa, la madera (El poeta toca con la mano la mesa, señala el florero, juguetea con la pluma). Todos son materiales con los que uno hace la poesía. Todos son materiales con los que se siente uno mejor y que se prestan para que uno acuda a la gente.

¿Considera que la poesía es un oficio, un don o algo que se tiene que cargar como una maldición?

Podría ser todo eso, pero la poesía es fundamentalmente un ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad humana. Un ejercicio cotidiano, hasta el grado que lo llevamos todos los días, está con nosotros y la poesía es la que trata de arreglar, de aplicarse, de hacer las cosas cotidianamente. La poesía es un beneficio diurno y nocturno del hombre.

¿Qué le parece que su poesía inspire otro tipo de obras artísticas como el disco de Hebe Rossell sobre Tarumba, obras de teatro como la de Gilberto Guerrero, “Desdén: el último danzón”?

A mí me parece bien. No tengo ningún obstáculo en negar la posibilidad de que se acerquen a mi poesía y la utilicen para hacer un canto religioso o una obra de teatro. Se han dado casos que usan la poesía para esas cosas. Creo que es legítimo cuando me piden permiso, bueno, aunque relativamente, porque muchas veces no me dicen nada pero de todos modos lo hacen. Lo importante es que lo hagan bien, en el sentido de que lo quieran hacer. Eso es todo. Ni me opongo ni busco a propósito esas cosas.

Tengo una lista de poetas mexicanos que quisiera que en cuanto escuche el nombre de cada uno me dijera lo primero que le venga a la cabeza. Empecemos con Ramón López Velarde.

Es uno de los grandes poetas de México que se ha perdido un poco en sus propios problemas, pero ahí está presente.

Elías Nandino.

Un viejito muy agradable, muy simpático el viejo, que en los últimos años despertó de verdad su fuerza poética, que no tenía en un principio, en que hacía cosas aisladamente, pero en los últimos diez o doce años de su propia vida le entró a la poesía con todas las ganas del mundo y logró cosas valiosas.

Efraín Huerta.

Yo lo quise mucho. Fuimos grandes amigos y considero que es uno de los poetas importantes, de los grandes poetas de México.

Rubén Bonifaz Nuño.

Aunque está casi ciego actualmente, está haciendo cosas extraordinarias. Antier leí en la prensa que iba a leer una obra sobre Hesíodo que él había traducido durante dos años. Es un muchacho muy estudioso, muy aplicado, y que como poeta tiene una gran popularidad.

Efraín Bartolomé.

Está empezando pero con muy buenos pasos. Es paisano mío, chiapaneco también, y fui yo tal vez el de los que lo iniciaron hace 20 ó 22 años para que escribiera verdadera poesía, al grado que hice que se quitara un pedazo del nombre y se quedó Efraín Bartolomé nada más. Maravilloso prospecto para la poesía en México.

Jaime Sabines.

(Ríe y entorna los ojos, carraspea) Es otro que medio conozco y que está haciendo el esfuerzo por colocarse bien en la poesía mexicana.

¿Todavía sigue escribiendo en libretas de contabilidad?

Sí, absolutamente. Nada más que ya casi no escribo. Con esto de las enfermedades, de las operaciones y todo, me he pasado casi ocho o nueve años, casi sin escribir. Dos o tres poemas importantes y lo demás, pues, puros arreglitos medio musicales nada más, pero casi no tienen ninguna importancia.

¿Cómo le gustaría ser recordado?

Yo no sé. Ser recordado depende toda la gente que me recuerde, cada una de las gentes, me van a recordar de un modo distinto. Los que me conocieron me van a recordar con todos mis defectos, mis errores humanos y todo. Los que no me conocieron y solamente amaron al poeta, ésos me van a deificar. Pero en el otro lado, en el camino del olvido, para mí me es totalmente indiferente. No pretendo nada. Sé que la poesía puede durar 50, 60 ó 100 años, un poco más tal vez, pero en el fondo no tiene nada que ver con la persona de uno. La poesía se va a deshacer, uno se va deshacer, tal vez uno se deshaga más pronto que la poesía, pero la poesía se va ir deshaciendo en la boca de los demás y llegará un momento en que ya nadie sepa de uno nada. Eso es lo normal, además. Enteramente normal.

Conforme avanza esta última respuesta el poeta se va sumergiendo en sus propios pensamientos. Sus palabras finales son apenas un murmullo que se pierde en el bullicio de un auditorio rebosante ya con cerca de 2,000 personas. Los organizadores anuncian el inicio del recital. El lugar se oscurece totalmente. Se levanta el telón y aparece, apenas iluminada, la figura frágil de Jaime Sabines en su silla de ruedas. El aplauso es atronador. El sillerío permanece en penumbras. Entonces Sabines suplica: “Le pido a los señores de la luz que iluminen la sala porque quiero ver la cara de ustedes”. Y, emulando al Creador, se hace la luz. Caray, piensa uno, hasta cuando pide algo tan simple parece que está diciendo un poema.

Sin más, inicia la lectura de “Yo no lo sé de cierto”, de su primer libro Horal, de 1950. Y a lo largo de 33 poemas (cifra por demás significativa, como la edad que tenía Cristo al ser crucificado) y poco más de una hora de lectura, Sabines nos sumerge en el poder balsámico de la palabra poética. El público aplaude cada poema, con distinta intensidad, celebran sobre todo los “caballitos de batalla”, los clásicos poemas sabinesianos (“Los amorosos”, “La cojita está embarazada”, “Te quiero a las diez de la mañana”, “No es que muera de amor”, “El peatón”, “La luna”), aunque, contrariamente a otras ocasiones, Sabines lee fragmentos de Tarumba, su legendario y largo poema de 1956.

A la mitad del recital, el poeta pregunta a quienes forman el público si ya se cansaron. Un rotundo no. Aprovechando la oportunidad alguien grita desde el anonimato: “¡Algo sobre la muerte del mayor Sabines!” El poeta se disculpa: “Ese hay que leerlo completo y no tenemos tiempo. Si leo sólo fragmentos le hace daño al poema”. La voz de Sabines, aunque única y poderosa, ya se oye cansada, carraspea, toma agua, un par de ocasiones pierde el hilo de la lectura, pero la poesía sigue ahí. Anuncia que sólo leerá tres poemas más. Otro multitudinario no. “¿Cómo de que no?”, bromea. “Nada más tres y ya”. Termina con “La luna” y el aplauso de pie, largo, emocionado, como siempre. El poeta se levanta de su silla. Agradece y cruza los brazos.

Entonces los organizadores anuncian que el maestro aceptará firmar libros, nada más que con orden para evitar aglomeraciones. Se forma una instantánea y largísima fila. Muchas mujeres, de todas las edades, una niñita de lentes con una ajada edición de Recuento de poemas (seguramente de su papá), parejas de novios, estudiantes con sus morrales, hombres maduros, todos quieren estar cerca del poeta, quien apenas tiene tiempo de escuchar el nombre y plasmar la dedicatoria y la rúbrica. Así, casi una hora después, salimos a la segunda noche primaveral, fresca y silenciosa, donde segirán retumbando 50, 60 ó 100 años más, quién sabe, las palabras de Jaime Sabines.


La semana de su muerte Raúl Trejo publicó este texto en su columna del periódico La Crónica de Hoy:

SOCIEDAD Y PODER DOMINICAL

El Poeta

RAUL TREJO DELARBRE


Jaime Sabines es un hecho social. Más allá de la subjetividad de cada quien, pero también gracias a ella, el poeta moviliza voluntades, trasciende generaciones, convoca multitudes como ningún otro escritor contemporáneo. Es, de esa manera, un acontecimiento político. Su muerte ha reunido a ciudadanos y a poderosos. Se le ha llorado con sinceridad. Se le ha querido utilizar con impúdica desfachatez. El lo supo con tanta perspicacia que se anticipó a los excesos con motivo de su muerte.

Poeta de la muerte, Sabines lo fue del amor, del asombro, de la vida. Su pasión por (y en) el desgarramiento fue vehículo, nunca estorbo para encontrar la trascendencia, sin afectaciones, de los hallazgos que regala la vida diaria. Murió después de estar mirando la bugambilia compañera de sus últimos días. Vivió regalando la mirada ora alegre y jovial, también taciturna y acerada, de sus más conocidos poemas.

Procesión en tarde encapotada

Cada quien tiene a su Sabines personal. Pero son legiones quienes habiéndose asomado a ella, se han quedado para siempre con girones memorables de la escritura del poeta chiapaneco.

[Las muchachas que devanan sueños en el presagio de aquel silencio fino, tembloroso, insoportable que les avisó Sabines. Las mujeres y los hombres que se han ido quedando solos poco a poco. Aquellos que en noche de farra y sexo pudieron cortar con relámpagos de alcohol la obscuridad de las pupilas. Los que, cuando la ausencia de sus muertos, encontraron compañía en los sonetos inclementes que le escribió a su padre. Todos somos deudos de Sabines y experimentamos hoy aquel sacudimiento de las ramas que él sintió cimbrarse ante el hachazo al tronco perdurable. Conozco una mujer que alguna vez se derritió en suspiros cuando encontró en un verso de Sabines la descripción exacta de sus sueños marítimos. Tengo un amigo que en innumerables ocasiones y con increíble éxito ante las mujeres, en bares y fiestas dijo ser Sabines y en más de un sentido seguramente lo era. Hay tantos y tantos beneficiarios del poeta que ayer por la tarde, estoy seguro, brindamos o lloramos o ambas cosas cuando sabíamos que su cortejo fúnebre recorría las calles de una ciudad nublada (la procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética... la carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las leyes de tránsito, escribió en su Diario semanario)].

Movilizador de multitudes

Desde el viernes se han repetido, jamás hasta el cansancio, algunos de sus versos más famosos. Son poemas que han sido recitados, y utilizados, por varias generaciones que, gracias a Sabines, rompen el mito de que los mexicanos no son lectores. El año pasado una selección de esos poemas, patrocinada por Telmex, tuvo un tiraje de 500 mil ejemplares.

Los recitales de Sabines en Bellas Artes, en Ciudad Universitaria o en escenarios de provincia, fueron desusados por las multitudes que allí se congregaron. Miles y miles, fundamentalmente jóvenes, acudieron en esas ocasiones no para escuchar algo nuevo, sino para reconocerse en aquel hombre que, en muletas o silla de ruedas después del accidente que lo marcaría para siempre, les leía versos ya de todos conocidos.

Esa propagación masiva hace peculiar a la poesía de Sabines. Quizá sus poemas más populares no son los de más afinada calidad literaria, pero eso para sus lectores ha sido lo de menos. Sabines demostró que las cosas fundamentales pueden ser nombradas de manera muy directa. Ese, el gran mérito para el alcance social de su poesía, ahora también es reconocido como reivindicable rasgo literario.

No siempre fue así. Sabines, hombre de afectos y fidelidades, no se allanó, sin embargo, a ninguna corriente cultural. Sus poemas llegaron a ser duramente cuestionados antes de que él tuviera la presencia pública que, hoy, hace de su muerte un acontecimiento nacional. Así es como llegó a escribir, acerca de los siempre resbaladizos criterios para apreciar a la poesía.

Hay dos clases de poetas modernos: aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben:

“Lucero, luz cero, luz Eros, la garganta de la luz pare colores coleros”, etcétera, y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen “pinche piedra”.

Los primeros son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado “Sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada”. —De ellos es el Olimpo, que en estos días se llama simplemente el Club de la Fama”.

Congruencia personal y pública

Su experiencia poética, Sabines la cultivó en la vida ordinaria, fuera de los cenáculos intelectuales. Eso no fue necesariamente un mérito, simplemente se trata de un dato fundamental en su biografía. A diferencia de otros escritores, Sabines tuvo ocupaciones distintas de las literarias. Como estudiante de medicina, conoció las pobrezas del cuerpo humano. Vendedor de telas, barrendero frente a su establecimiento, supo de las penurias de quienes se ganan el sustento en oficios inevitablemente prosaicos (Quise hacer dinero/vivir sin trabajar/disfrutar de las cosas del mundo./Pero ya estaba escrito/que he de comer mi piedra/con el sudor de mi corazón, escribió hace más de 30 años.)

Sabines no hizo populismo con ese origen, ni pretendió ser poeta del pueblo. Pero esa contundente sencillez de su poesía le permitía explicar, como le dijo a Guillermo Vega Zaragoza en una entrevista en 1998: “Acero, pan, harina, lodo, la rosa, la madera. Todos son materiales con los que uno hace poesía. Todos son materiales con los que se siente uno mejor y se prestan para que uno acuda a la gente”.

La gente era la que iba a él. En tropel, cada vez que se podía. Pero Sabines fue a la gente, a su vez, por medio de la política. No fue la etapa más brillante de su biografía porque no era lo suyo, pero su militancia partidaria y su presencia en la Cámara de Diputados, fueron parte de la congruencia personal y pública de Jaime Sabines.

Ahora hay quienes, en un acto de enajenación, pretenden que se trataba de dos personas: uno, el poeta, beneficiario de la aclamación y el afecto; el otro, el político, cuestionado no tanto por su membresía en el PRI sino porque cometió el desacato de cuestionar al neozapatismo.

Política, desencanto y amargura

Sabines no calló sus ideas políticas. A veces se olvida que, hace tres décadas, la suya fue de las pocas voces que se levantaron, no sin riesgos por cierto, para dolerse de la matanza del 2 de octubre.

Tlatelolco será mencionado en los años que vienen
como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue peor,
aquí han matado al pueblo:
no eran obreros parapetados en la huelga,
eran mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos de quince años,
una muchacha que iba al cine,
una criatura en el vientre de su madre,
todos barridos, certeramente acribillados,
por la metralla del Orden y la Justicia Social

En aquel largo poema, profuso en desencanto y amargura, Sabines repetía la vergüenza que experimentaba ante ese crimen e ironizaba ante la forzosa unidad nacional pretendida por el gobierno. Un sexenio más tarde, aceptó ser diputado federal por Chiapas, experiencia que repitió en 1998 como diputado por el DF. No puede decirse que Sabines engañase a sus convicciones en esa posición pública. Su hermano Juan había sido senador y sería gobernador de su estado en 1979. El lo llevó a la política activa, según explicó el poeta en numerosas ocasiones.

Ahora que Sabines ha muerto se erigen inopinados beneficiarios suyos. Antier, a la capilla fúnebre, acudió Porfirio Muñoz Ledo, quien ni siquiera allí dejó de hablar de su tema favorito, que es él mismo. Muñoz Ledo aseguró que fue él, siendo presidente nacional del PRI, quien convenció a Sabines de aceptar la candidatura a diputado y una y otra vez se refirió al poeta como “Juan”. Cuando un reportero le hizo notar la equivocación, el legislador perredista corrigió sin inmutarse y siguió hablando, de él y Sabines —en ese orden.

“Quiero mostrar, no demostrar”.

Lejos de la prosopopeya y la jactancia de algunos de sus apologistas de ocasión, Sabines era profundamente modesto acerca de los asuntos públicos. Tanto que, quizá en la exageración, escribió en 1961:

“No quiero convencer a nadie de nada. Tratar de convencer a otra persona es indecoroso, es atentar contra su libertad de pensar o de creer o de hacer lo que le dé la gana. Yo quiero sólo enseñar, dar a conocer, mostrar, no demostrar. Que cada uno llegue a la verdad por sus propios pasos, y que nadie le llame equivocado o limitado. (¿Quién es quién para decir ‘esto es así’, si la historia de la humanidad no es más que una historia de contradicciones y de tanteos y de búsquedas?)

“Si a alguien he de convencer algún día, ese alguien ha de ser yo mismo. Convencerme de que no vale la pena llorar, ni afligirse, ni pensar en la muerte. ‘La vejez, la enfermedad y la muerte’, de Buda, no son más que la muerte y la muerte es inevitable. Tan inevitable como el nacimiento”.

Aprendizaje, paciencia... e injurias

No trataba de convencer, pero el poeta tenía certezas y, como pocos, puso en papel y tinta las certidumbres de otros. No sabemos si se convenció de aquella verdad cardinal sobre la muerte y la aflicción que tanto le inquietaba, pero acaso no era humildad sino aprensión la que expresaba de la siguiente manera:

“Nadie puede vivir de cara a la verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos.
Porque la verdad es que somos débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y
afirmar.
No podemos vivir a la intemperie
en el sólo minuto que nos es dado.

Sabines tenía sus verdades —y las decía. Se guareció de la intemperie pero, sobre todo, se acercó a los asuntos públicos a través de una participación política que desempeñó con el mismo realismo con que vendía telas en Tuxtla Gutiérrez. Más que lo que pudo haber dicho en la Cámara, se recuerda su presencia emblemática: el poeta en medio del alboroto de los políticos; él, señor de las palabras, abrumado de palabrería. Tanto se aburría o trataba de encontrar, irónico, tan heterodoxo sentido a aquella tormenta de dichos, que alguna vez inventarió las imprecaciones que los diputados de la oposición les dirigían a los priistas.

En octubre de 1994, Sabines le platicó a Susana Rosas, de etcétera: “Era mi deber asistir a las reuniones de la Cámara, ahí vas aprendiendo. En primer lugar tienes que aprender a tener paciencia para soportar 14 horas de discursos y controlarte a ti mismo, tus impulsos. Eso lo aprendí en el 88 durante el Colegio Electoral. A los del PRI nos mentaban la madre hasta que terminaba la sesión y todos teníamos la consigna de no responder, había que morderse la lengua para no protestar. ‘Uleros, uleros’, gritaban de las galerías, también los de la oposición nos decían majadería y media. Un día me puse a apuntar todos los insultos que nos decían, se me asomó Martha Anaya, de Excélsior, y me preguntó qué era aquello. ‘Son los insultos que nos dicen’. ‘Dame esa lista, por favor’, la publicó y eso bajó la tensión entre los diputados del PRI. Eran 84 insultos. Del zoológico fueron como 12, bueyes, corderos, borregos, arrieros, hasta extraterrestres nos dijeron”.

Un poeta políticamente incorrecto

Peores cosas, sobre todo con más alevosía, le dijeron a Sabines hace algo más de un año, a comienzos de marzo de 1998, cuando se atrevió a criticar al obispo Samuel Ruiz y a la manipulación de los indios de Chiapas a cargo del Ejército Zapatista. Entonces le llovieron detractores ofendidos no porque esas críticas se dijeran en público, sino porque era Sabines quien las pronunciaba.

Aquella actitud fue de una significativa intolerancia por parte de un segmento del “chapatismo chic” como ha sido denominado. Esos defensores del subcomandante, hasta entonces le habían dispensado a Sabines su membresía priista, a la que consideraban incómoda pero nada más extravagante. Sin embargo nunca le perdonaron que discrepara con la guerrilla neozapatista, es decir, que fuera políticamente incorrecto según los códigos de ese segmento.

Aquella fue prácticamente una crucifixión del poeta, con una furia exacerbada no sólo ante la enorme autoridad moral de Sabines sino porque él sí conocía de los asuntos de Chiapas. A Sabines le dolían profundamente la miseria pero, también, el revoltijo político en su estado.

“... esa cosa de los Hombres ilustres”.

Ahora que ha muerto, incluso algunos de quienes hace un año lo denostaban se lucirán elogiando a Sabines.

El poeta y, sobre todo, sus poemas, son de todos. Cada quien tendrá al Sabines que prefiera, o que pueda, aunque algunos deban hacer una incómoda y traicionera separación entre el hombre y su obra. En todo caso, será preciso recordar que Sabines prevenía sobre la condición egoísta del homenaje póstumo:

No hay poesía en la muerte.
En la muerte no hay nada.

Cuando escribió sobre el deceso de su amiga Rosario Castellanos, en un poema lleno de furia y tristeza, Jaime Sabines se anticipaba respecto de su propia muerte:

Cómo duele, te digo que te traigan,
te pongan, te coloquen, te manejen,
te lleven de honra en honra funeraria!
(No me vayan a hacer a mí esa cosa
de los Hombres Ilustres, con una chingada)

“La poesía, en boca de los demás”

Aunque le pesara, Sabines es un hombre ilustre. Es parte de los sentimientos de millones de compatriotas suyos. Cada quien con su Sabines, habrá de recordarlo según el amor que haya interiorizado, o de acuerdo con las muertes que haya sobrellevado gracias a la poesía de ese chiapaneco querido —y hoy llorado ¿Cómo le gustaría ser recordado?, le preguntó el año pasado Guillermo Vega Zaragoza. El poeta dijo, entonces:

“Yo no sé. Ser recordado depende de la gente que me recuerde, cada una de las gentes me va a recordar de un modo distinto. Los que me conocieron me van a recordar con todos mis defectos, mis errores humanos y todo. Los que no me conocieron y solamente amaron al poeta, ésos me van a deificar. Pero en el otro lado, en el camino del olvido, a mí me es totalmente indiferente. No pretendo nada. Sé que la poesía puede durar 50, 60 o 100 años, un poco más tal vez, pero en el fondo no tiene nada que ver con la persona de uno. La poesía se va a deshacer, uno se va a deshacer, tal vez uno se deshaga más pronto que la poesía, pero la poesía se va ir deshaciendo en la boca de los demás y llegará un momento en que ya nadie sepa de uno nada. Eso es lo normal, además. Enteramente normal”.

***

Digamos, entonces, con Sabines y gracias a él, en serio:

“Te digo en serio que la muerte no existe. De pronto lo descubres. Cuando el pedazo de carbón ya no es más madera quemada sino carbón a solas, lleno de sí mismo, con su propia vida; cuando la corteza del árbol o la hoja desprendida flota sobre el arroyo, y la piedra en el fondo junto a los caracoles crece mansamente; el agua llena de tantas cosas minúsculas, llena de luz, de música, de insectos destruidos, de zancudos cristianos caminando sobre su superficie; el agua que se bebe la sombra de los árboles; el ganado a su orilla, las quietas vacas en el viento, el viento quieto como una transparencia; toda la tarde, todo el concierto, la armonía, el deslumbrante misterio que estaba allí a tu alcance, tan sencillo y tan simple. Y tú dentro de todo, con todo en ti mismo —Te digo que sólo la vida existe.

(Tomado de http://www.cronica.com.mx/1999/mar/21/art01.html)